La clase política francesa y ‎las violaciones

La opinión pública francesa reacciona ante cada revelación de desvíos de fondos ‎públicos preguntándose por qué esos casos de corrupción se han hecho tan frecuentes ‎desde los años 1980. El autor de este artículo no se interesa en esos delitos y ‎denuncia algo que le parece más grave: la “privatización” del Estado en beneficio de ‎‎“inversionistas” extranjeros. Ese tipo de infraccion no existía, hasta ahora, en el seno ‎del gobierno, ni de la presidencia de la República, pero hoy se extiende hasta alcanzar ‎la cúpula de las instituciones, algo que comienza con privilegios indebidos y que va ‎creciendo, a menudo sin que los responsables políticos hayan pensado en ello de ‎antemano o incluso a su pesar, hasta llegar a crímenes incalificables. ‎

El fin de la política en Francia

Francia no ha tenido un dirigente político capaz de asumir realmente la presidencia de ‎la República desde que Jacques Chirac sufrió un derrame cerebral (ictus o infarto cerebral), el 2 ‎de septiembre de 2005, casi 2 años antes de terminar su segundo mandato presidencial. A partir ‎de ese momento, el final de ese segundo mandato presidencial de Jacques Chirac estuvo marcado ‎por una encarnizada lucha entre el primer ministro, Dominique de Villepin, y el ministro del ‎Interior, Nicolas Sarkozy. Esa lucha se desarrolló medio de un estado de emergencia y de una grotesca ‎secuencia de insidias y calumnias que relegaron a un segundo plano el interés general de la ‎Nación. ‎

La elección de Nicolas Sarkozy como presidente de la República marca la llegada al poder de la ‎mentalidad «corporate» y, por consiguiente, el fin de la política en el sentido original de la ‎‎organización de la ciudad. El nuevo presidente dice querer gobernar el país como una empresa ‎y asume su función no como un cargo sino como un «job» (un “trabajo” o un “empleo”). ‎Su objetivo ya no es aplicar la voluntad popular sino transformar el país según su deseo personal ‎‎(«Yo quiero…»). En definitiva, asumiendo sus viejos vínculos con la CIA, Sarkozy alinea a Francia ‎tras las políticas de Estados Unidos, llegando incluso a poner las fuerzas armadas francesas bajo ‎las órdenes del Pentágono como miembro de la OTAN. ‎

Como reacción a los excesos de Sarkozy, su sucesor en la presidencia de la República, Francois ‎Hollande, se define como «un presidente normal», un hombre sin historia, sin ambición ‎personal… y también sin ambición para el país. Experto en disputas politiqueras, pero incapaz de ‎alguna reflexión política, Francois Hollande aprende su función presidencial de la mano de sus altos ‎funcionarios… que no saben de eso mucho más que él. Así lo afirmará después el propio ‎Hollande. Este insípido personaje se limitará a seguir la vía de su predecesor, lo cual lo llevará a ‎abandonar abiertamente sus supuestas convicciones socialistas. Sus únicas iniciativas consistirán ‎en tratar de imponer en Francia una moral puritana inspirada en el ejemplo de los presidentes ‎estadounidenses. ‎

Emmanuel Macron llega a la presidencia de Francia aupado por especuladores internacionales. ‎Su experiencia en la vida política –más bien habría que decir en la “politiquería”– es muy corta y ‎nunca se interesó realmente por la verdadera política. Le gusta imponer sus puntos de vista con ‎declaraciones chocantes y provocadoras y comportándose él mismo de manera ofensiva para ‎quienes no están de acuerdo con él. Emmanuel Macron financiariza todo lo que toca, ‎principalmente la ecología y las jubilaciones. ‎

Durante los últimos 14 años, los principales responsables políticos franceses han olvidado ‎cada vez más aquello que se solía llamar «servir a la Nación» y se han ocupado sólo de ‎acumular dinero para sí mismos. ‎

Resulta particularmente sintomático el hecho que, en las últimas elecciones presidenciales ‎francesas, ninguno de los candidatos importantes haya tratado de presentar una visión para ‎el país. Sólo presentaron programas de gobierno, como si la función presidencial hubiese ‎desaparecido. Bajo tales parámetros, los debates se circunscriben a hablar del manejo de ‎diferentes asuntos y a discusiones estériles sobre ciertas cifras. ‎

En mi libro Sous nos yeux [1] demuestro que esta deriva ‎provocó una “privatización” de la política exterior de Francia, lo cual sucedió sin que ‎nadie reaccionara en contra de ello. Francia se ha metido en toda clase de guerras –en Costa ‎de Marfil, en Libia, en Siria, en el Sahel–, poniendo sus tropas al servicio de intereses que ‎no tienen absolutamente nada que ver con sus propios intereses como país y participando, ‎eso sí, en masacres que han costado cientos de miles de vidas a pueblos de países lejanos. ‎

Esa práctica degradante se mantiene, inexorable, y ahora se extiende a la política interna. ‎

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El joven guardaespaldas de Emmanuel Macron, Alexandre Benalla (a la ‎derecha en esta foto), llega a la sede de la presidencia de la República con el nuevo presidente. ‎Allí participa en la aparición de un proyecto sobre “la creación de un servicio de seguridad ‎interna”, probablemente por cuenta de la OTAN. Simultáneamente, Benalla contrae un ‎compromiso de subordinación con el mafioso Iskandar Majmudov, “padrino” financiero de ‎Benyamin Netanyahu.‎

Emmanuel Macron y
la financiarización de la ecología

El hoy presidente Emmanuel Macron había anunciado su intención de «reverdecer Francia». ‎El anuncio de la próxima salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el calentamiento ‎climático le dio el pretexto para desenterrar esa promesa y responder al presidente ‎estadounidense con un resonante «Make our planet great again!».‎

Es necesario recordar el trasfondo de esa polémica, que no tiene nada que ver con la ‎propaganda de las partes sobre ese tema. En 1997, el Protocolo de Kioto designa 5 gases de efecto invernadero e instituye un Fondo de Adaptación administrado por el Banco Mundial y un ‎sistema de permisos negociables. Se trata a la vez de limitar la emisión de esos gases y de ‎financiar la industrialización de los países en vías de desarrollo permitiendo a estos últimos vender ‎a los países desarrollados su “derecho a contaminar”. Aunque está decidido a no soltar ‎ni un centavo, el presidente demócrata Bill Clinton ratifica ese texto públicamente y por debajo ‎de la mesa lo hace rechazar por el Senado, donde el voto en contra es unánime. ‎

Al mismo tiempo, Bill Clinton confía a su vicepresidente, Al Gore, la creación de una bolsa de ‎permisos negociables. Al Gore pone la redacción de los estatutos de esa bolsa en manos de un ‎joven abogado desconocido… un tal Barack Obama. Teniendo en cuenta los futuros montos de ‎los permisos negociables, la finanza estadounidense conservará así su predominio mundial ‎‎ [2]. ‎

Cuando Barack Obama se convierte en presidente de Estados Unidos, hace validar ese dispositivo ‎por el Acuerdo de París, en 2015. Pero 4 gases de efecto invernadero han desaparecido del ‎documento y sólo queda el dióxido de carbono (CO₂), cuyo supuesto impacto en realidad es ‎mínimo pero que, cuando es producido por el hombre, viene del consumo de carbón, gas y ‎petróleo, o sea de las «fuentes de energías fosiles». La focalización sólo en ese gas –el CO₂– ‎busca abrir nuevos mercados a la industria automovilística, hoy declinante y llamada a reciclarse ‎pasando al automóvil eléctrico, sin perjudicar a la industria petrolera, que encuentra un nuevo ‎rumbo en el sector del plástico. ‎

El presidente francés Emmanuel Macron concibe entonces un nuevo gravamen sobre los ‎combustibles, cuya aplicación desencadena el movimiento de los «Chalecos Amarillos». ‎En cuestión de semanas, los franceses toman conciencia de un fenómeno que venían observando ‎pasivamente desde hace casi 30 años: la globalización de la economía y de la finanza está destruyendo las clases medias en Occidente [3]. ‎El presidente Emmanuel Macron está en dificultades porque no tiene intenciones de cuestionar el orden ‎financiero global. ‎

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Hecho único en la historia de la Quinta Republica francesa, el presidente ‎Emmanuel Macron utiliza el salón del Consejo de ministros para recibir especuladores (con espejuelos, sentado junto a Macron, el empresario y financiero estadounidense Laurence Fink).

Emmanuel Macron y
la financiarización de las jubilaciones

Para entender a quiénes obedece Emmanuel Macron, no hay que buscar en Francia sino en el ‎extranjero. Aunque el banco Rothschild tuvo un papel en la elección de Macron, ‎su influencia no fue tan importante como se cree. Fue el estadounidense Henry Kravis, patrón del principal ‎‎hedge fund (fondo de inversiones de riesgo), KKR, quien desempeñó un papel ‎considerablemente más importante, esencialmente decisivo [4]. Henry Kravis debe su fortuna al uso de una técnica financiera que se sitúa en ‎el límite de la legalidad: la compra de empresas mediante el endeudamiento, lo cual se designa ‎como «LBO», siglas en inglés por leveraged buy out, en español “compra apalancada” o ‎‎“compra financiada por terceros”. Fue Henry Kravis quien introdujo al joven y ambicioso ‎Emmanuel Macron en el Club de Bilderberg y quien, siendo Macron ya presidente, le escogió su ‎primer ministro, Edouard Philippe.‎

Hasta ahora, Henry Kravis era visto como un tiburón de la finanza y nadie en Wall Street ‎consideraba aliarse con KKR [5]… ‎con excepción de BlackRock, el primer gestor de activos del mundo, firma para la cual la crisis ‎financiera de 2008 fue una oportunidad de oro. ‎

El 25 de octubre de 2017, el presidente Emmanuel Macron “privatiza” el salón de reuniones del ‎Consejo de ministros de la República Francesa para celebrar allí un seminario de grandes ‎especuladores, entre los que se halla Laurence Fink, fundador y presidente de BlackRock ‎‎ [6]. ‎Acompaña a Laurence Fink uno de sus empleados, el barón George Osborne, ex ministro de ‎Economía y Finanzas del Reino Unido. El primer ministro francés Edouard Philippe y varios de ‎sus ministros –Muriel Penicaud, ministra del Trabajo; Bruno Lemaire, ministro de Economía y ‎Finanzas; Elisabeth Borne, ministra de Transportes; y Benjamin Griveaux, secretario de Estado ante ‎el ministro de Economía y Finanzas Bruno Lemaire– comparecen ante los invitados extranjeros del ‎presidente Macron. ‎

En esa reunión, el presidente de la República Emmanuel Macron y su ministro de Economía ‎y Finanzas Bruno Lemaire exponen a sus ilustres invitados el plan del gobierno francés para ‎financiarizar los ahorros de los franceses: imponer una reforma del actual sistema de jubilaciones ‎renunciando a la solidaridad entre las generaciones para instaurar un sistema de capitalización. ‎Para ello acaban de escoger a un viejo político –70 años en aquel momento–, Jean-Paul ‎Delevoye, y lo nombran Alto Comisionado para la Reforma de los Jubilaciones. Jean-Paul ‎Delevoye es un viejo amigo de Jean-Francois Cirelli, el jefe de BlackRock en Francia. Macron y ‎Lemaire también explican su intención de deslizar discretamente en el proyecto de Ley sobre el ‎Crecimiento y la Transformación de las Empresas, la llamada «Ley PACTE», un artículo que ‎permitiría «mejor accesibilidad al ahorro-jubilación», o sea dar acceso a los más ricos a una ‎jubilación por capitalización. ‎

Sin embargo, después de 2 años de consultas, los electores todavía no saben en qué consistirá la ‎reforma de las jubilaciones. Un día se denuncia el gasto que representan ciertos regímenes ‎especiales de jubilación y –en nombre de la “justicia social”– se lanzan llamados a uniformizar ‎el sistema y al día siguiente se oyen lamentos sobre el aumento de la esperanza de vida y ‎se aconseja extender la vida laboral para equilibrar las cuentas. En realidad, ningun país del ‎mundo tiene un sistema único de jubilación y, teniendo en cuenta el «desempleo de los ‎seniors», nada permite afirmar que alargar la vida laboral llegue a permitir algun tipo de ahorro. ‎Todo ese ruido tenía como único fin esconder el verdadero objetivo del gobierno: eliminar la ‎solidaridad entre generaciones e implantar el sistema de capitalización. Surge así el gigantesco ‎movimiento de protesta social –con la participación de los «Chalecos Amarillos»– que ya completa 2 semanas de huelga. ‎

En medio de todo esto, el diario Le Parisien publica una revelación que tiene el efecto de una ‎bomba: en violación de la Constitución, Jean-Paul Delevoye mantiene un vínculo de ‎subordinación con el IFPASS, el organismo de formación profesional de la Federación Francesa de ‎Seguros, principal beneficiario de la reforma proyectada [7]. Delevoye mantiene también vínculos con un segundo organismo de ‎formación profesional vinculado al anterior. Uno tras otro aparecen 14 vínculos de ‎subordinación del “venerable sabio”, quien demora sin embargo 8 días antes de decidirse a ‎dimitir. ‎

Lejos de criticarlo, el presidente Emmanuel Macron deplora la dimisión de Delevoye, mientras que ‎Gilles Le Gendre, presidente de la mayoría parlamentaria de la República en Marcha, el partido ‎del presidente, en la Asamblea Nacional, proclama su «respeto ante su valiente decisión». ‎Resulta que el presidente de la República, el primer ministro y casi todos los miembros ‎del gobierno conocían desde hace tiempo las vinculaciones de Delevoye, pero no hicieron nada, ‎a pesar de que estaban en la obligación de denunciarlo. Tardíamente, el asunto llega a manos ‎del Fiscal de la República. ‎

Así se ha pasado de la corrupción, generalizada en tiempos del presidente Francois Mitterrand, a ‎la “privatización” del Estado. Se ha pasado de la violación del Código Penal a la violación de la ‎Constitución de la República. Sería estúpido creer que ese fenómeno no tendrá consecuencias. ‎